En esa magna empresa nacieron las esperanzas de la Patria propia.
“¿Cuándo empiezan ustedes a reunirse? Por lo más sagrado les suplico: hagan cuantos esfuerzos quepan en lo humano para asegurar nuestra suerte. Todas las provincias estarán a la expectativa esperando las decisiones de ese Congreso” (Carta de José de San Martín a su amigo, el doctor Tomás Godoy Cruz).
Nada mejor que estas palabras del Libertador, llenas de humanidad, humildad y firmeza, para sintetizar las esperanzas de todo un pueblo en el Magno Congreso que nos llevaría definitivamente hacia nuestro encuentro con la historia.
El 24 de marzo de 1816, a las nueve de la mañana, en la ciudad de Tucumán, a exacta mitad de camino entre Chuquisaca y Buenos Aires, iniciaba sus sesiones “la esperanza de los pueblos libres”. Era el último suspiro de una revolución que, debilitada, corría serio riesgo de perderse definitivamente: era el único poder que ostentaba moral y convicción democrática; “era la última áncora echada en medio de la tempestad”.
La asonada del 15 de abril de 1815 había derribado del poder a Carlos María de Alvear y disuelto la Asamblea del año XIII. Asimismo, le había impuesto al nuevo gobierno con carácter obligatorio la convocatoria de un congreso general. Cumplimentando dicha imposición y ante un cielo cubierto por amenazadoras nubes de pesimismo e incertidumbre, el Director Supremo de las Provincias Unidas del Río de la Plata, el peruano general Ignacio Álvarez Thomas, cursó circulares a las provincias invitándolas a reunirse en congreso; el riesgo era contrarreloj, la revolución de toda América se tambaleaba.
En México se había extinguido con la caída del cura José M. Morelos y Pavón; en Venezuela y el Virreinato de Nueva Granada, los realistas habían quebrado la resistencia patriótica y Simón Bolívar se había refugiado en Jamaica. En Chile, la reacción española obligó a O’Higgins a buscar refugio en Mendoza. El desastre de Sipe Sipe (noviembre de 1815) permitió abrir una brecha en la frontera Norte y la invasión de Jujuy y Salta. La reconquistadora expedición española parecía concretarse con la caída de Napoleón en Europa, y la Santa Alianza amenazaba en conjunto a los pueblos europeos y americanos. La política imperialista portuguesa no cesaba en sus objetivos de ocupación de la Banda Oriental, actual Uruguay. Por su parte, el frente interno presentaba profundas y temibles grietas.
El caudillismo había iniciado su acción, sus cabecillas se disputaban la supremacía y encendían la tea de la guerra civil. Desde el punto de vista económico, la paralización del comercio con Chile y con el Norte dejaba sentir sus consecuencias. Santa Fe era asolada por malones e incursiones de la escuadra realista. Jujuy y Salta se incorporaron a la lista de las provincias desoladas. Ante sus hermanas que sufrían, el silencio de Buenos Aires exacerbó los ánimos contra el centralismo porteño.
Si bien gran parte de los treinta y un representantes de las provincias ante la Ilustre Asamblea eran desconocidos, fueron elegidos entre los más respetables y los de mejor preparación intelectual; entre ellos, abogados y sacerdotes quienes en oportunidades anteriores habían dado muestras de sólidas virtudes cívicas y un acrisolado fervor a la causa americana: Buenos Aires aportó 7; Córdoba, 5; Chuquisaca, 4; Tucumán, 3; Santiago del Estero, Mendoza y Salta, 2 cada una; La Rioja, San Luis, San Juan, Mizque, Cochabamba y Jujuy, 1 cada una. Carecieron de representación la Banda Oriental, Entre Ríos, Corrientes y Santa Fe.
Pese a tan incierto panorama, el Congreso inició sus sesiones. Principios rectores iluminaban a componentes, según se infiere de las palabras del Redactor: “Está erigido el Tribunal de la Nación, con la investidura de un derecho sagrado que proviene de la cesión que cada persona, cada familia, cada pueblo, ha hecho del uso de sus derechos, revestido de una fuerza compuesta del agregado de todas las fuerzas de sus miembros que la han cedido, y que reúne y concentra en sí la voluntad general, formada por las voluntades particulares…”.
El día de su apertura, el Presidente Provisional, Pedro Medrano, recibió el juramento de todos los diputados que, entre otros aspectos, “…lo hicieron de promover todos los medios de conservar íntegro el patrimonio de las Provincias Unidas contra toda invasión enemiga, y desempeñar los demás cargos anexos a su alto desempeño”.
Dos cuestiones medulares conmovían a los hombres sobre los cuales recaería la responsabilidad de una victoria magna o el sinsabor de una agria derrota: la declaración de la Independencia y la forma de gobierno.
El drama interno se exacerbaba día a día. El benemérito Manuel Belgrano vertía sobre el Congreso toda su experiencia y el Genio de América, en carta a Tomás Godoy Cruz del 12 de abril de 1816, presionaba para poder iniciar su gran epopeya: el Plan Continental.
Sabias palabras reflejan su pensamiento: “¿Hasta cuándo esperamos declarar nuestra independencia? ¿No le parece a Ud. una cosa bien ridícula acuñar moneda, tener pabellón y cucarda nacional, y por último hacer la guerra al soberano de quien en el día se cree que dependemos? ¿Qué relaciones podremos emprender cuando estamos a pupilo? Los enemigos, y con mucha razón, nos tratan de insurgentes pues nos declaramos vasallos. Esté seguro que nadie nos auxiliará en tal situación (…) ¡Ánimo, que para los hombres de coraje se han hecho las empresas! Veamos claro mi amigo, si no lo hace el Congreso es nulo en todas sus partes”.
Con claridad meridiana exponía San Martín la realidad del momento, el jurídico de la nacionalidad exigía declarar la independencia. Tras lentos y vacilantes pasos, se eligió como Director Supremo de las Provincias Unidas al coronel mayor Juan Martín de Pueyrredon; la política sanmartiniana obtuvo con ello un singular triunfo que abría las puertas de la libertad de medio continente.
No obstante la aparente concordancia, la desunión era evidente. Tres grupos definidos frenaban la acción en el seno de la Asamblea. El primero, integrado por los diputados de Buenos Aires, esgrimía el característico centralismo porteño. El segundo, acaudillado por los representantes de Córdoba, aglutinaba a algunas provincias. El tercero, lo componían los diputados del Alto Perú. El localismo no había sido desterrado aún, largas y cruentas luchas internas estaban por delante.
No todas las aspiraciones del histórico Congreso fueron coronadas por el éxito, pero la concreción de una sola de ellas merece la reverencia, la admiración y el respeto de las generaciones posteriores para con aquellos hombres, nuestros inmortales próceres, que nos hicieron ingresar en el concierto de las naciones: la Independencia.
Todos ellos fueron humanamente grandes, obraron para la Historia. Las realizaciones fueron inferiores a sus sueños, pero en medio de la tempestad supieron conducir la nave de la entonces doliente Argentina hacia la realidad de la cual hoy deberíamos enorgullecernos.
*Ex Jefe del Ejército Argentino, veterano de la Guerra de Malvinas y ex Embajador en Colombia y Costa Rica