Luego de años de estudios e investigación, dejó la Física para dedicarse a la literatura.
En el scroll frenético de internet hay muchas fotos de Ernesto Sabato:jovencísimo junto a un telescopio y las manos en el bolsillo o acodado en la baranda de un barco con su pelo negro al viento o abrazado a su esposa y a su hijo o incluso él mismo de niño, envuelto en un traje oscuro, junto a sus hermanos; fotos hay de ese otro Sabato, el que fue mutando a lo largo de una larga vida que estuvo a punto de cruzar la frontera centenaria, muriendo un día como hoy, el 30 de abril de 2011, hace diez años, apenas diez años. Sin embargo, en el imaginario social está siempre el hombre delgado, serio, de anteojos oscuros, bigote blanco y una calvicie detenida en la mitad de su cabeza que dejó las matemáticas para dedicarse a las artes, que podía hablar de átomos y de electrómetros, de surrealismo y de existencialismo, de literatura y de política, de historia y del futuro que ganó el Premio Cervantes en 1984 y que durante mucho tiempo fue el prototipo de escritor intelectual.
Su hablar tajante y nostálgico se relaciona a una identidad marcada: el nombre no le pertenecía. O sí, pero venía con una carga densa, dolorosa, que le era ajena. Ernesto Sabato nació en 1911 en la ciudad bonaerense de Rojas, a los pocos días de la muerte de su hermano, que también se llamaba Ernesto; Ernestito, como le decía su madre. “Aquel nombre, aquella tumba, siempre tuvieron para mí algo de nocturno, y tal vez haya sido la causa de mi existencia tan dificultosa, al haber sido marcado por esa tragedia, ya que entonces estaba en el vientre de mi madre; y motivó, quizá, los misteriosísimos pavores que sufrí de chico, las alucinaciones en las que de pronto alguien se me aproximaba con una linterna, un hombre a quien me era imposible evitar, aunque me escondiera temblando debajo de las cobijas”, escribe en Antes del fin, sus memorias, publicadas en 1998, el mismo año en que muere su esposa, Matilde Kusminsky Richter.
Ese libro, que de alguna manera se continúa en La resistencia, aunque con otro tono —Antes del fin es decididamente un libro de memorias o, como en algún momento dice, “memorias de un desmemoriado”; en cambio, La resistencia, se proyecta más como ensayo—, presenta un recorrido nostálgico, entre el sufrimiento y la esperanza, por su longeva vida, porque es en esa mixtura, en ese cruce, que Sabato construye no sólo una obra sino también un pensamiento. “Veo las noticias y corroboro que es inadmisible abandonarse tranquilamente a la idea de que el mundo superará sin más la crisis que atraviesa”, escribe y ese es el tono, entre anécdotas, recuerdos y pequeñas crónicas cotidianas, en que va desarrollando ideas y postales que se encadenan una a una hasta concluir de este modo: “Sólo quienes sean capaces de encarnar la utopía serán aptos para el combate decisivo, el de recuperar cuanto de humanidad hayamos perdido”.
Para varias generaciones, su gran libro es El túnel. Ninguna editorial quería publicarla. Incluso Victoria Ocampo le dijo que no porque no tenía “un cobre partido por la mitad”. Pero consiguió el préstamo de un amigo suyo, Alfredo Weiss, y finalmente se publicó en la editorial de Ocampo, Sur, en 1948. Es la historia de una obsesión: Juan Pablo Castel —un pintor que, según la crítica, era esquizofrénico— cuenta desde la cárcel los motivos que lo llevaron asesinar a su amante María Iribarne. Es una novela psicológica, también existencialista, que fue celebrada en su época pero también y en las décadas siguientes se metió en el canon argentino de una forma insoslayable: durante años se leyó en las escuelas. A quien le gustó mucho por “la sequedad y la intensidad” fue a Albert Camus, quien le escribió una carta en 1949 contándole que la había recomendado en la editorial francesa Gallimard para que la publicaran ahí. Lo que efectivamente ocurrió.
Para otros, quizás los más, su gran novela es Sobre héroes y tumbas, que paradójicamente estaba destinada a las llamas, como más de las cosas que escribió, pero fue su esposa quien le pidió que la publique. A ese largo libro, “conjunto de tres novelas que fui imbricando”, tardó diez años en escribirlo. Se publicó en 1961, tenía 50 años. Está centrada en el personaje de Martín, un muchacho que ama, sufre y trascurre la vida en constante signo de pregunta. El diario español el Mundo la eligió entre las cien mejores novelas en castellano del siglo XX, pero el crítico alemán Günther W. Lorenz arriesgó más y la calificó como la “novela del siglo”. Explica la investigadora Tamara Holzapfel que “para el entusiasta critico alemán representa la realización de dos vaticinios famosos: el de Hegel, quien estableció que con el triunfo de la razón la literatura se convertirá en prosa científica, y el pronóstico crociano según el cual la literatura del futuro seria el ensayo y el compendio científico”.
Días después de la muerte de Sabato, Fowgill fue entrevistado por Alejandro Margulis para Página/12. Habló solamente de Sobre héroes y tumbas. “Mi amigo Jorge Di Paola tenía un test que era el siguiente: agarrá Sabato y tratá de leerlo: no se podía. En cambio, ahora, me parece una buena experiencia hacerlo. Es el I Ching. Metés el dedo en cualquier página y encontrás algo. Dispara un montón de ideas para pensar la literatura”. También dijo que “Cortázar no existiría sin este libro y arriesgó una hipótesis doble: por un lado “Sabato dijo lo que había que decir en ese momento“, pero por otro lado, “si Sabato hubiese pasado desapercibido –que sin su esfuerzo lo hubiera logrado–, moriría como se muere todo el mundo y en un futuro próximo lo estaríamos leyendo con mucha atención”. De alguna forma su sobreexposición, y esto tiene que ver con el escritor intelectual, ¿”cansó”? ¿Cómo se releerá a Sabato dentro de una, dos o tres décadas?
Lo primero que vuelve a Sabato un escritor interesante, distinto, es su salto de la Física a la Literatura, ambas disciplinas con mayúscula. Cuando temrinó la primaria en Rojas, en 1924, partió a La Plata, al Colegio Nacional. Cinco años después ingresó en la Facultad de Ciencias Físico-Matemáticas de la Universidad Nacional de La Plata, lo que combinó con una intensa militancia marxista —en 1933 fue elegido Secretario General de la Federación Juvenil Comunista—, hasta obtener el Doctorado en Ciencias Físicas y Matemáticas en el 37. Luego, con el apoyo de Bernardo Houssay, consiguió una beca para estudiar en París. Ahí entró en contacto con el movimiento surrealista y la literatura se impuso. “Por la mañana me sepultaba entre electrómetros y probetas, y anochecía en los bares, con los delirantes surrealistas. En el Dôme y en el Deux Magots, alcoholizados con aquellos heraldos del caos y la desmesura, pasábamos horas elaborando cadáveres exquisitos”, cuenta en Antes del fin.
En términos políticos, a grandes rasgos, hay dos episodios que lo marcan. El primero fue una reunión que mantuvo el 19 de mayo de 1976 con Jorge Rafael Videla en el inicio de la dictadura. En ese almuerzo también fueron Jorge Luis Borges, Horacio Esteban Ratti y el padre Leonardo Castellani —quien tuvo la osadía de preguntar dónde estaba Haroldo Conti, reciente desaparecido—. Al salir, los periodistas los estaban esperando. Sabato declaró: “Hubo un altísimo grado de comprensión y respeto mutuo. En ningún momento el diálogo descendió a la polémica literaria o ideológica. Tampoco incurrimos en el pecado de caer en la banalidad (…) El general Videla me dio una excelente impresión. Se trata de un hombre culto, modesto e inteligente. Me impresionó la amplitud de criterio y la modestia del presidente”. Luego las cosas se pondrían muy negras —de hecho ya lo estaban— y ese almuerzo se volvería una mancha tormentosa.
El segundo episodio, que en realidad es largo y laborioso proceso, ocurre con la llegada de la democracia. Entre los años 1983 y 1984 Sabato presidió la CONADEP (Comisión Nacional sobre la Desaparición de Personas) y a pedido del presidente Raúl Alfonsíon realizó, junto a otros investigadores, el emblemático Nunca más, un libro plagado de testimonios que abrió las puertas del juicio a las juntas militares en 1985. La primera edición, que fue de 40 mil ejemplares, se publicó el 28 de noviembre y en apenas 48 horas se agotó. Pero las críticas a Sabato siguieron, ya que en el prólogo del Nunca Más se aboga a la teoría de los demonios: “Durante la década del 70 la Argentina fue convulsionada por un terror que provenía tanto desde la extrema derecha como de la extrema izquierda” y que “a los delitos de los terroristas, las Fuerzas Armadas respondieron con un terrorismo infinitamente peor que el combatido”.
Alguna vez dijo Beatriz Sarlo que Sabato es un escritor que tiene un mensaje. Se podría discutir largamente si eso es algo positivo o negativo. Cierto sector de la crítica literaria de este siglo sostiene que la literatura que busca hacer crítica social corre el riesgo de volverse panfletaria. En Antes del fin, Sabato confiesa que escribe el libro porque le dicen que “la gente joven está desesperanzada, ansiosa y cree en usted; no puede defraudarlos”. Luego, por supuesto, relativiza ese lugar que le dan y sostiene que escribe “para los adolescentes y jóvenes, pero también para los que, como yo, se acercan a la muerte, y se preguntan para qué y por qué hemos vivido y aguantado, soñado, escrito, pintado o, simplemente, esterillado sillas”. Habla desde un lugar que ya casi no existe, el de la sabiduría. Es, al fin de cuentas, el adiós de un hombre que se apaga —tres años atrás murió un hijo en un accidente automovilístico— pero que quiere sembrar la esperanza.
Tal vez no se trate de reubicar a Sabato en el lugar que estuvo en vida, en el cánon caminante, el de los escritores que podían hablar largo y tendido sobre diversos temas que ya, antes de hablarlo, les había dado vueltas, los había pensado y repensado, los había reflexionado —la tradición del escritor intelectual que indaga el mundo más allá de un puñado de personajes—, incluso con sus aciertos y desaciertos, con sus vehemencias y errores. Volverlo a leerlo, regresar a sus libros, sobre todo a sus ficciones, a encontrarse con lo que fue: un escritor conflictuado con su tiempo, pero sobre todo con la existencia misma, la condición humana, entre el arte y la ciencia, entre las instituciones y las formaciones civiles.
Tenía 99 años —55 días más y alcanzaba la edad centenaria— cuando murió. No hubo ceremonia en el Congreso de la Nación. Lo despidieron en el club Defensores de Santos Lugares. Al fin de cuentas era un escritor. Simplemente un escritor.